Una de las fotos más impactantes de 2012 es la que muestra el Congreso de
los Diputados protegido por vallas y decenas de policías.
El distanciamiento entre ciudadanos y políticos es mayor que nunca. Hay una gran indignación en relación a cómo se está actuando contra la crisis y el impacto desigual que las medidas económicas están teniendo en la sociedad. En Portugal, sin ir más lejos, el propio presidente del país ha decidido consultar con los tribunales la legalidad de las medidas de ajuste pues corren el riesgo de ser declaradas inconstitucionales si se considera que no cumplen el principio de equidad.
Los recortes en los salarios de los funcionarios -recordemos: entre ellos están nuestros profesores, médicos e inspectores fiscales- y la privatización, en mayor o menor grado, de los servicios públicos están siendo cuestionados y están preocupando a todos los ciudadanos, independientemente de su orientación política. Lo mismo está sucediendo con la reforma del sistema de pensiones.
Asimismo, las reformas están teniendo lugar en el contexto de un rescate a gran escala del sistema financiero, donde, no por casualidad, las entidades en peor situación son las cajas, todas ellas vinculadas al poder político.
Por si fuera necesario hacer la foto más compleja, a todo ello debemos añadirle un fuerte impulso al proceso soberanista en Cataluña que está robando la atención a temas mucho más importantes.
No es de extrañar, por tanto, que haya una gran preocupación y desconfianza sobre el proceso de reformas, que una parte muy importante de la población no se sienta representada en el sistema político actual y que por tanto se haya movilizado contra este exigiendo un cambio.
El distanciamiento entre ciudadanos y políticos es mayor que nunca. Hay una gran indignación en relación a cómo se está actuando contra la crisis y el impacto desigual que las medidas económicas están teniendo en la sociedad. En Portugal, sin ir más lejos, el propio presidente del país ha decidido consultar con los tribunales la legalidad de las medidas de ajuste pues corren el riesgo de ser declaradas inconstitucionales si se considera que no cumplen el principio de equidad.
Los recortes en los salarios de los funcionarios -recordemos: entre ellos están nuestros profesores, médicos e inspectores fiscales- y la privatización, en mayor o menor grado, de los servicios públicos están siendo cuestionados y están preocupando a todos los ciudadanos, independientemente de su orientación política. Lo mismo está sucediendo con la reforma del sistema de pensiones.
Asimismo, las reformas están teniendo lugar en el contexto de un rescate a gran escala del sistema financiero, donde, no por casualidad, las entidades en peor situación son las cajas, todas ellas vinculadas al poder político.
Por si fuera necesario hacer la foto más compleja, a todo ello debemos añadirle un fuerte impulso al proceso soberanista en Cataluña que está robando la atención a temas mucho más importantes.
No es de extrañar, por tanto, que haya una gran preocupación y desconfianza sobre el proceso de reformas, que una parte muy importante de la población no se sienta representada en el sistema político actual y que por tanto se haya movilizado contra este exigiendo un cambio.
Sin adentrarnos a determinar si hay otra forma de llevar a cabo las reformas, la pregunta que debemos hacernos es a dónde nos llevará este distanciamiento entre ciudadanos y políticos y las movilizaciones a las que estamos asistiendo.
Manuel Castells sugiere que lo que está sucediendo en España es parte de un proceso global de movilización social hacia sociedades y sistemas políticos más participativos. De hecho, si damos una vuelta al mundo, veremos que España no está sola. Durante los últimos dos años, ha habido movilizaciones en los países árabes y del Magreb, en Islandia, Grecia, Portugal, Reino Unido, Estados Unidos y México. Si bien el contexto en cada país es diferente, el hilo conductor de todas estas protestas es la exigencia de un cambio hacia una mayor participación ciudadana en el sistema político.
Castells también habla de dos modelos de revolución para lograr este cambio exigido por la sociedad: el civil, ocurrido en Islandia, y el violento, en el caso de los países del Magreb. Ambos modelos han demostrado poder ser exitosos en acabar con el status quo: en el caso del Magreb, varios regímenes autoritarios han sido depuestos y en el caso de Islandia, un nuevo proceso constitucional ha permitido rehacer el sistema político casi desde cero, otorgando mayor voz y voto a los ciudadanos.
Pero no todos los procesos de cambio son revolucionarios. Existen otros modelos, basados no tanto en revoluciones sino en evoluciones, en cambios incrementales -aunque estos sean drásticos-. Estos surgen por dos motivos: bien porque la fuerza del movimiento social se debilita -y por tanto la ambición por un proceso revolucionario- o bien la existencia de factores externos hace que una verdadera revolución no pueda plantearse. En el caso de España, la movilización social no parece haberse debilitado pero sí existe un fuerte limitante externo a una verdadera revolución: nuestra pertenencia a la Unión Europea.
De la misma manera que no podemos devaluar nuestra moneda ni utilizar unilateralmente otros instrumentos económicos, nuestra pertenencia a la UE limita llevar a cabo una revolución política en España; desafortunadamente, no hay tiempo para una revolución cívica como la ocurrida en Islandia; llegado este momento, lo que es urgente lo marca la UE y no nosotros. Y si bien muchas de las reformas exigidas por Bruselas son necesarias en este país, el limitado control que tenemos sobre ellas impide que se esté llevando a cabo un verdadero y profundo proceso de cambio del sistema político.
Por lo tanto, habrá reformas, sin duda. Pero será difícil observar un cambio radical del sistema político y una reforma constitucional, si bien esto es lo que realmente necesita España a futuro. Algunas de las áreas donde esto es más urgente -y donde se necesita una mayor participación de la sociedad- son la relación entre los gobiernos autonómicos y el gobierno central, el sistema educativo, el sistema judicial, la corrupción, la reforma del Senado y la inexistencia de un sistema que promueva el consenso entre los principales actores políticos.
Esto no significa que estaríamos mejor fuera de la UE, sino que la prioridad por resolver -desgraciadamente, en muchas ocasiones con poca visión de largo plazo- los problemas económicos identificados por Europa, no debe utilizarse como excusa para esquivar los enormes problemas políticos que tiene España. Y más aún, eximir a los políticos de su obligación de responder, de forma urgente, a las reformas que está demandando la sociedad.
No hay duda de que los retos a los que nos enfrentamos son enormemente complejos. Hoy sería difícil imaginar una revolución violenta en España, pero también parecía difícil ver el Congreso protegido por la policía. Pero si las reformas incrementales-tanto políticas como económicas- no son suficientes para producir el mismo resultado que una revolución cívica bien porque estas son incompletas, se dejan inacabadas o son suavizadas, podemos esperar una mayor inestabilidad social.
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